De entre mis acendradas rutinas, destaca la que conforma ese momento tranquilo en el que, hecho polvo, después de correr por el campo cerca de una hora (y 12 km), recién duchado, y fresco como una rosa a pesar del cansancio, me echo al coleto un piquito de pan con unas onzas de chocolate puro Valor. Mientras, con la otra mano, me llevo a los labios resecos una taza de té irlandés que me ayuda a prolongar ese frágil momento de reflexión y escritura en el que suelo imprimir a vuela pluma ciertos pensamientos purificados por la tierra y la distancia.
Esta mañana lo hago al revés: después de haber llevado la pequeña a la guardería y haber cruzado las deprimidas calles ibañesas, donde sólo se ven ciertos elementos foráneos y depredadores, en sus aparatosos BMWs de seis cilindros, cuarta mano y 11 litros a los cien... (los españoles, o están en su trabajo, o se hunden en la depresión, dentro de sus casas, por no tenerlo), me preparo el bocadillete y me tomo rápidamente el té, al tiempo que me grabo en el móvil a los insustanciales (aunque, efectivos) Oasis para que me entretengan un rato mientras corro. Haré mi circuito habitual por el camino de La Calera y Alborea, pasando por el tramo que Roger y yo hemos bautizado como "el de las colinas", y volveré por la carretera nacional: unos 12km de buen correr y anchuroso cielo en este día tras el atracón de viento de los pasados. La atmósfera se presenta lavada de polvo y con brillo turquesa que se acompasa a tu respiración.
Me acuerdo de los Pirineos y compongo futuras ascensiones.
En Cazorla. Purificando mis pecados con el agua pura de la Sierra.